Accedimos a los más viejos edificios de Giol y nos metimos hasta sus honduras extremas. Recorrimos sus pasillos aéreos y subterráneos. Olimos vino eternizado en el roble y pisamos agua, escombros. Abrimos puertas selladas durante décadas y despertamos telarañas ancestrales.

Giol fue –o al menos, eso creemos y sostenemos con cierto orgullo atrasado- “la bodega más grande del mundo”. Su creador, el tano Juan Giol, arrancó como contratista de El Trapiche y luego alquiló una pequeña bodega, con tan solo 23 años de edad. Conoció a su mujer en El Zapallar, Las Heras, y –tal como lo cuenta Jaime Correas en “Historias de Familias”- se relacionó con Bautista Gargantini, casado con una hermana de su novia. Éste ya era socio de Pascual Toso.

Pero al consolidarse los vínculos familiares, Giol y Gargantini avanzaron en su propio emprendimiento conjunto. Así, en 1897, con 30 años de edad, comenzaron la construcción de su propia bodega en Maipú, en donde fabricaron los vinos La Colina de Oro y Cabeza de Toro, luego conocidos como “La Colina” y “Toro”.

De aquellas iniciales 3 cubas en las que elaboró su vino pasó a contar en 1911 con una bodega de 8 sótanos, 1.000 cubas y toneles de roble y más de 400 operarios. A los 44 años vendió su parte y volvió a su Italia natal, rico y poderoso. La bodega la administró el Banco Español del Río de la Plata hasta que en 1954 le vendió el 51 por ciento de sus acciones al Estado provincial. Durante la gestión de José Octavio Bordón, la bodega se privatizó. Sin embargo, el casco más antiguo quedó sin explotar.

Concesionado a una cooperativa, poco a poco dejó de ser utilizado para la elaboración de vino y hoy, la sección mejor conservada de la bodega es un espacio destinado a los turistas y que se utiliza para eventos sociales, como parte de los Caminos del Vino y de la Ruta Olivícola de Mendoza. MDZ pidió acceder y accedió a las viejas naves de la bodega de Maipú. Abrimos para ello puertas que denunciaban que desde hacía décadas no permitían entrar la luz. Recorrimos pasillos en altura, sobre piletas que supieron erupcionar de vino y hacerlo correr por sus pisos y techos y que –inclusive- sirvieron de sede para lujosas fiestas en las que se celebró la buena cosecha.

Bajamos hasta las catacumbas de Giol y entramos a sitios que están intactos desde la última lejana vez que alguien los pisó.

Esto es lo que vimos.

En el lugar reposan 328 cubas de roble de Nancy, con una capacidad de entre 9.500 y 12. 000 litros. Y además, 282 toneles de entre 7.500 y 12.000 litros.

En «las tripas» de la «bodega más grande del mundo» todo el aire es vino dulce y -según anuncia tímidamente nuestro espontáneo guía- «alguna cuba está cargada» de un especial brebaje con el que se impregna todo el ambiente.

Una de las tremendas naves, vistas desde la cima de las cubas, es una locación perfecta para alguna película.

Así lo entendió una empresa inglesa en enero último, que alquiló el predio durante un fin de semana y descargó cuatro camiones con equipos y 30 personas trabajaron sin descanso para realizar una publicidad encargada por México, pero en la que participaron expertos y técnicos de tres continentes.

En 1910 la empresa encargó la confección en Nancy, Francia, de un tremendo tonel fabricado  con roble de Eslovenia al que se denominó como «el tonel del Centenario» de la Independencia. Llegó en barco hasta el puerto de Buenos Aires y fue armado en la Exposición del Centenario, en el pabellón de Mendoza, precisamente y allí mostró su majestuosidad.

Unas placas de bronce ofrecen una vista completa de La Colina de Oro y fue una de las grandes atracciones con su capacidad para almacenar unos 75 mil litros de vino.

Terminada la exposición histórica, fue traslado por piezas a Mendoza y rearmado en uno de los pabellones de la bodega en donde ahora miles de turistas posan para su foto de recuerdo, en una de las pocas zonas que se pueden recorrer y que están con vida comercial en la actualidad.

El diseño arquitectónico de las naves de la bodega corrió por cuenta, también, de un italiano: el ingeniero Antonio Gnello.

Este hombre era parte de la empresa Lava y Cia. organizada en 1.897 y compuesta, además, por otros «tanos»: Luis Lava y Felipe Balzarini. Pero este último y Gnello tenían su propia constructora. Así lo cuenta Patricia Barrio en «El empresariado vitivinícola de la provincia de Mendoza a principios del siglo XX». La luz con la que se pudieron obtener las fotografías en este caso es, en todo momento, natural y proviene de los ventanales ubicados en las alturas, junto a las gigantescas cabreadas.

En Giol la industria vitivinícola perdió la inocencia.

La tecnología fue generando soluciones a la medida de las necesidades de una bodega que, en cada uno de sus golpes comerciales, iba abriendo caminos.

Entramos a la zona de las piletas de fermentación y comprobamos cómo fueron diseñadas especialmente para Giol las tremendas maquinarias que mecanizaron la tarea de verter la uva, molerla, separar el escobajo y el orujo. Asimismo, lo trasladaba mecánicamente desde el subsuelo a la superficie.

Las poleas diseñadas y fabricadas en madera «todavía podrían ser útiles», según la reflexión de nuestro casual guía.

La sensación que ofrece esta área, a la que se accede sorteando escombros y corriendo gruesas telarañas, cual selva mecánica, es de espera. Dialogamos aquí con quien tiene la misión de mostrarlo en fotos y coincidimos: las máquinas están latentes, aguardando que alguien oprima un botón para que vuelvan a darle vida al «monstruo».

Bajo las piletas de Giol, la penumbra.

Saltando escombros y aguardando la bienvenida de alguna especie autóctona, caminamos solo acompañados por una linterna.

Las especies no aparecieron. Pero en medio al tanteo pudimos ver una cueva. Solamente pudimos determinar qué había dentro por el trabajo del flash de la cámara.

¿Una cava? ¿Con qué sentido? ¿Una despensa oculta bajo la tierra? ¿Con qué fines?

Dos pórticos con rejas alguna vez pusieron límites a los curiosos. La reja interior, labrada y unida -como lo está en prácticamente todas las naves de la bodega- por remaches.

Allí, las botellas no ceden al paso del tiempo y, como si se tratara de un tesoro de algún navío medieval hundido, esperan el resoplo de alguna brisa para que el polvo que las va agotando y que amenaza con borrarlas por completo, se vaya a otra parte.

Bajo más de 10 metros desde la planta principal, a 16 grados de temperatura constante, en invierno y en verano, las catacumbas que atesoran los toneles. Junto a las cubas supieron emborrachar sus maderos con 210.000 hectolitros, según relata Correas en su libro.

Detrás de un tonel, cien pasos hacia el fondo en la oscuridad, allí en donde los temporizadores de las viejas instalaciones de luz juegan una mala pasada, una sorpresa.

Agachados, pasamos entre dos gigantescas piezas de roble. Hay más espacio que en el resto, aunque unos escalones permanecen ocultos.

Subimos. Habrán sido cinco escalones de cemento.

De golpe, lo imprevisto: una cueva con dos piezas. Una, como hall de acceso. la otra, con mesa sillas y ¿un avisador? ¿un antiguo bargueño?

Probablemente, un lugar de descanso, distención, de juego de naipes en medio de la tarea, de prueba de los caldos surgentes… quién sabe qué.

En los piletones de fermentación se acumuló hasta 1.000.000 de litros de vino. Un sistema de desniveles permitía que el vino fuera sacado por una máquina rodante a la que se denominó «la japonesita» para su ventilación.

La japonesita iba y volvía revolviendo el espeso caldo y sacando por las acequias superiores al vino caliente. De ida hasta el fondo del techo del piletón se enfriaba. Retornaba por el canal de enfrente frío y ventilado y volvía a la pileta.

En la nave de las piletas abrimos las puertas tras décadas de permanecer cerradas. Con esa luz espantamos a cientos de palomas que abonan en vano los suelos de cemento.

Si antes hablamos de locación precisa para películas, la zona de las piletas lo es, sin dudas, para algun thriller.

Millones de azulejos en las paredes, empujan a uno que otro, vencido por el tiempo.

Su crujir, frente a nuestro paso, confirma que nadie ha pisado esos suelos en muchos años. Tras subir a los piletones, bajamos una, dos, tres veces hasta un fondo oscuro e inundado.

Otra vez serán fundamentales el flash de la cámara y una linterna intimidada por las dimensiones del sitio.

Tras un ventanal, una botella espera.

En el abajo de todos los abajos de Giol, unos rodillos que jamás sirvieron para mucho, hablan de la tendencia de una época: creer que eso servía para morigerar el impacto de un terremoto sobre las estructuras de cemento.

Algunas piletas recibieron alguna vez más de un millón de litros de vino común.

Pero además, dicen, sirvieron de salón de fiestas para celebrar las cosechas buenas.

Ahora, todo esto constituye algo así como las catacumbas de cemento más grandes del mundo.

Inundadas, dueñas de un microclima denso, poseedoras de un aire que herrumbra todo lo que se quede quieto.

El tiempo se detuvo y dejó que los secretos de Giol -posiblemente tantos como los millones de tonales de cemento que hicieron falta para erguir la bodega- se fueran con algunos de sus 400 empleados propios o los miles de subsidiarios que pasaron por esos pasillos, esos sótanos, que limpiaron esas cubas y toneles, que probaron aquellos caldos que serían vinos, que molieron las uvas y escupieron sus ollejos hacia la superficie.

Irónico: en donde reinó el vino, el agua avanza amenazante, a la altura de las mecánicas raíces de Giol.

Mientras que arriba de los arribas, el «vinoducto» que supo trasladar el brebaje a lo largo de 15 cuadras permanece intacto, disponible.

Una vez en la superficie, vuelve el calor y la realidad.

Sumergidos en los pasillos de Giol lo vivido a lo largo de tres horas fue un viaje en el tiempo.

Por ahora, en plena Vendimia, no hay datos que permitan alentar la recuperación de tremendo patrimonio e, inclusive, hacerlo vivir con vino, con gente, con turistas o con lo que sea.

Por suerte -que no es lo mismo que casualidad- hay un sector preservado para los turistas y para la gastronomía típica. Y quienes lo mantienen entienden que no hay que dejar morir al monstruo, a lo que fue la «bodega más grande del mundo» ni muchos menos, permitir que se sigan llevando tesoros de sus entrañas.

Pero ya sabemos que la voluntad no es suficiente.

 

Fuente: MDZ, por Gabriel Conte y Pachy Reynoso

MDZ agradece la colaboración inestimable de Mauricio Elías y Pablo González.

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