Los 380 kilómetros que separan Mendoza a Santiago deparan, además del cruce del Cristo Redentor, paisajes espectaculares y centros de esquí a ambos lados de la frontera.

Apenas 380 kilómetros separan la ciudad de Mendoza de Santiago de Chile. Sin embargo, el viaje a través de la cordillera de los Andes, por el Paso Cristo Redentor, se prolonga más de lo esperado: la sinuosidad del camino, las atracciones y pueblos a la vera de la ruta, y lo bello del paisaje obligan a manejar sin apremio.

Cruzar la frontera en invierno tiene el encanto agregado de las montañas nevadas, pero exige tomar recaudos. Después de un temporal de nieve, el paso puede permanecer cerrado durante horas o días, por eso se aconseja comunicarse con Gendarmería antes de partir. Una vez habilitada la ruta, es imprescindible llevar cadenas. Los gendarmes pedirán verlas, aunque ponerlas queda a criterio del viajero.

Si se planea hacer noche en alguno de los centros de esquí, Penitentes en Mendoza o Portillo en el país vecino, es importante comprar anticongelante para el motor del auto. La Cordillera tiene una elevación media de aproximadamente 2500 metros, y la temperatura desciende hasta -4°C o -5°C. En primavera y en otoño también pueden producirse vientos blancos o nevas imprevistas que se traducen en demoras y, a veces, interrupciones del paso internacional.

Más allá de la meteorología, siempre conviene iniciar el viaje temprano: calcular unas seis horas hasta Santiago y tener en cuenta que el túnel cierra de 9 de la noche a 8 de la mañana en invierno. (Siempre antes de salir es oportuno consultar horarios de apewrtura y cierre del túnel).

 

La travesía

El viaje comienza a 60 kilómetros de la ciudad de Mendoza, al margen de la ruta nacional 7, que conduce a la frontera chilena. Aquí se encuentra el dique Potrerillos, colosal construcción que forma un lago de aguas sorprendentemente azules, donde desemboca el río Mendoza. Este, poco acaudalado en invierno, es una gran atracción para los amantes del rafting en verano. Pasada la represa, el río comienza a correr veloz, bordeando la ruta durante el resto del viaje.

Unos 40 kilómetros adelante, el paisaje se puebla de álamos y sauces. Los letreros dan la bienvenida a Uspallata, en el valle del mismo nombre. Hito de la Campaña Sanmartiniana, los mendocinos también la recuerdan por haberse filmado allí Siete años en el Tíbet , con Brad Pitt. Además de las anécdotas para cinéfilos, el pueblo cuenta con las Bóvedas, construcciones del siglo XVIII, de adobe, declaradas Monumento Histórico Nacional.

Tras una parada para estirar las piernas, cargar nafta o contemplar el paisaje, la travesía continúa hasta el centro de esquí Penitentes, ya en plena Cordillera. Está junto a la ruta, de modo que resulta curioso ver transitar los coches y camiones tan cerca, mientras se desciende por una de sus pistas. A Penitentes van, sobre todo, los mendocinos, pero también se oye hablar portugués y algo de inglés. El hospedaje queda al pie del cerro, e incluye hoteles, aparts y hosterías.

Sólo faltan 30 kilómetros hasta la frontera, pero el camino aún promete atracciones. Próximo a Penitentes está el Puente del Inca, monumento natural formado por la erosión de las aguas minerales del río Las Cuevas, que han otorgado al paraje una singular tonalidad naranja y amarilla. Se dice que los incas frecuentaron la zona con el fin de aprovechar las propiedades termales del agua. Con el mismo objetivo se construyó, en 1925, un hotel de lujo. Cuarenta años más tarde, en 1965, un alud lo destruyó casi por completo y hoy sólo quedan las ruinas.

Cementerio de andinistas

En ruinas también han quedado los más de 200 kilómetros de vías del antiguo tren trasandino, que dejó de circular en 1984. Los cobertizos que protegían el paso del ferrocarril son ahora estructuras corroídas, mientras puentes y túneles se desmoronan.

El cementerio de los andinistas es otra curiosidad. En él yacen, entre flores y cruces de madera, los restos de los alpinistas que osaron hacer cumbre en el Aconcagua. El pico más alto de América, de 6962 metros, se divisa desde la ruta, de la que se abre un camino de 18 kilómetros que conduce al Parque Nacional Aconcagua. En invierno, el camino queda cubierto por una capa espesa de nieve, así que el turista menos audaz habrá de conformarse con la foto obligada del cerro.

Cerca del cruce, un sinfín de camiones comienzan a agolparse al margen de la ruta. Después de unos minutos de confusión, uno se percata de que forman una fila de varios kilómetros y esperan su turno para la inspección en la aduana. Pero los autos, ¿deben esperar también? El camino es angosto y de doble mano. A escasos metros se ve la entrada del túnel de 10 kilómetros que atraviesa la Cordillera y conecta el lado argentino con el chileno. ¿No es peligroso avanzar?, pregunta un viajero. ¡Es muy peligroso!, alerta un camionero chileno que lleva días esperando a la vera del camino. ¡Pero hay que mandarse! , remata. Así que, con temeridad cautelosa y confiando en que nadie vendrá en sentido contrario, se avanza a lo largo del túnel. Una vez afuera, ya en Chile y sobre la ruta 60, la aduana espera.

 

Papeles, papeles

El control aduanero chileno es estricto y algo tedioso. Primero una cola para presentar la documentación del auto: cédula verde, registro y comprobante del seguro; otra, para mostrar la cédula o pasaporte, y una tercera y última, para recoger el formulario de declaración de aduana. Una vez llenado el formulario, se presentará uno de los carabineros, acompañado por un perro de raza que inspira miedo. El animal comienza enseguida a olfatear el auto. Dos cosas pueden suceder en esta instancia: que el perro no olfatee nada y uno quede libre para seguir viaje, o que detecte algún alimento no declarado. Si esto sucede, el policía lo confisca y lo destruye a la vista del viajero. En ese momento, los carabineros despliegan su perfil más duro: sobre una mesa, cortan el alimento en dos y, cual película de ciencia ficción, empiezan a verterle encima un veneno color verde chillón para que nadie pueda echarle el diente, lo meten en una bolsa de plástico y lo arrojan en un contenedor.

El paseo continúa. Esta vez es el centro de esquí Portillo el que atrae las miradas, sobre todo cuando se descubre que las pistas pasan por encima del túnel o, visto de otro modo, que uno circula por debajo de los esquiadores. Pero el camino, que empieza a serpentear en forma pronunciada y además es en bajada, obliga al conductor a volver a mirar el asfalto.

El resto del paseo hasta Santiago es en descenso. Los oídos se destapan y la nieve se derrite, a medida que el paisaje se cubre de vegetación. Algunas casas de madera comienzan a aparecer junto a la ruta, señal de que se aproximan las primeras poblaciones del lado chileno. Entre ellas, Los Andes, con más de 60.000 habitantes. A diferencia del lado mendocino, de geografía seca y árida, el chileno es llamativamente verde y fértil. A pesar de este contraste, ambos territorios comparten el estar cubiertos de viñedos.

Desde Los Andes sale la ruta 57, que finaliza en la capital chilena. La vista panorámica de campos cultivados y casas bajas desaparece, conforme se ingresa en la región metropolitana. La ciudad se adivina a lo lejos, enclavada en un valle y cubierta por una capa de contaminación que diluye sus contornos. Pero no importa, porque se ha llegado a destino.

 

Fuente: La Nación

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